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Voces RSU | Sensibilidad, reflexión y transformación desde intramuros

Lorena Pastor Rubio
Docente y coordinadora de la especialidad de Creación y Producción Escénica de la Facultad de Artes Escénicas

“(…) Porque la felicidad puede que esté dentro de nosotros mismos pero también de lo que nos hace falta… y de lo que no podemos abrazar.”

(Joven interno)

Hace casi tres años, gracias al apoyo de la Facultad de Artes Escénicas de la PUCP y el INPE, un equipo de artistas y docentes asistimos tres veces por semana a trabajar con un grupo de jóvenes, que en muchos aspectos se parecen a nuestros estudiantes, a nosotros cuando teníamos veinte años. Tienen sueños, ilusiones, ganas de construir un presente y un futuro, de ser alguien. La diferencia es que estos jóvenes de quienes hablo se encuentran internos en un penal, cumpliendo una condena por un delito que cometieron. Ser alguien es lo que siempre expresan querer llegar a ser. Ellos ya son alguien, pero probablemente por un entorno familiar difícil, una historia de vida dolorosa, una comunidad y una sociedad llena de injusticias que no ofrecen horizontes ni posibilidades y niega derechos, ese alguien tomó una serie de decisiones equivocadas que lo condujeron a una condición en la que su humanidad está en juego y despojada de aquello que la define: su libertad.

Quizás, el problema radicó en el odio, como comentó uno de mis alumnos alguna vez, tratando de explicar cómo de ser el hijo modelo, terminó interno en un penal. El odio por el abandono del padre, por no poder ser la madre que el hijo espera, a uno mismo por no poder ser aquello que sueña o imagina. No intento aquí victimizar a nadie. Cada una y uno de las y los jóvenes con quienes trabajamos son conscientes que cometieron un error y están haciéndose responsables por eso. Es entonces cuando me pregunto, en el contexto de nuestro sistema penitenciario, cuál es el sentido de estar preso, apartado de la sociedad desde los 18 años, sumergido en un sistema que te recuerda permanentemente lo que hiciste, lo que eres, lo que nunca podrás ser. Es en esta situación cuando emerge una fuerza indescriptible, el ser humano se aferra, busca, se transforma. Tengo la fortuna de poder acompañar a un puñado de jóvenes internos que a través de las artes escénicas han logrado conectarse desde lo más hondo consigo mismo y con los demás,  desde su sensibilidad. Desde el lugar más vulnerable donde paradójicamente radica también la fuerza más vital.

Ser preso es una condición, un estigma, no es el ser humano. Dentro del penal logramos construir un espacio nuevo, un lugar para el juego, la creación, la  búsqueda. Es aquí donde el ser humano con nombre y apellido emerge, habita, se empodera. El preso ya no es preso, tiene nombre, sueños, cualidades, amigas y amigos, lee, escribe, canta, imagina, trabaja, dialoga, discute, sufre, ríe. Estar en este lugar, en la cárcel, hace que pueda ver con mis propios ojos y sentir en la propia piel y corazón el dolor, la pena, pero también la esperanza, la posibilidad. Nuestra meta como sociedad debería ser que ningún joven llegue a una cárcel, que llegue a una universidad, a un instituto, a una escuela, no a una cárcel. Que en su día a día no vea barrotes, ni agentes de seguridad, ni puertas con candados. Que vea a los suyos, a sus hijos crecer, a sus padres vivir y morir, que viva en un mundo que les ofrece todas las posibilidades.

Si me pregunto por qué sigo yendo, por qué seguimos yendo Lorena, Sandro, Alejandro, Silvia, Antonio y yo, es quizás por la misma razón por la que nuestros alumnos siguen viniendo religiosamente: por un encuentro humano auténtico, honesto y sensible, por un encuentro en libertad.

Tenemos mucho por hacer. Nuestra universidad ha logrado establecer un convenio con el INPE para que docentes y estudiantes contribuyamos con proyectos concretos hacia una mejora en todas las instancias del sistema penitenciario. Humanizar las cárceles y convertirlas en espacios de reflexión, creación y transformación es una tarea con la que creo debemos comprometernos. Porque la necesidad es inmensa, porque somos capaces de entregar aquello que hace falta, hacer posible ese abrazo. Porque desde nuestro quehacer podemos hacer algo tan significativo que cambie la vida de un ser humano y la de su entorno desde un lugar tan apartado y oscuro como lo es una cárcel en el Perú.

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